viernes, 28 de agosto de 2015

"50 razones para defender las corridas de toros", por Francis Wolff (6/6)

     Estimados lectores, a continuación podrán leer las 10 razones restantes de las 50 ofrecidas por el filósofo francés Francis Wolff en su más reciente obra:



"[41] La creación de lo bello
Todo eso no son más que las primeras sensaciones del profano, que el aficionado sólo reencuentra en las grandes ocasiones. Pero, día a día, el arte del toreo consiste en algo completamente diferente: simplemente crear belleza. La belleza del toreo es la más clásica: supone elegancia, armonía de movimientos, perfección de formas, equilibrio de volúmenes. El toreo crea formas, obras humanas a partir del caos, es decir la acometida natural de un toro. Inmóvil pone, con un solo gesto, orden donde no había más que desorden y movimiento. Dibuja curvas poéticas donde el animal naturalmente sólo produce líneas rectas (para coger, para matar). Intenta, como los más clásicos pintores, producir el máximo efecto sobre su materia prima (la acometida del toro) con las mínimas causas, es decir en el menor espacio, tiempo y movimiento.

Claro que no sólo existe la corrida de toros para crear belleza. Pero sólo la corrida de toros puede crear esta belleza a partir de su contrario, el miedo a morir.

[42] Un arte original, entre el clasicismo y la modernidad
El arte del toreo es original. Tiene algo de música (armonía de los acontecimientos consonantes), algo de las artes plásticas (equilibrio de líneas y de volúmenes en tensión opuesta), algo de las artes dramáticas (alianza del azar y de la necesidad).

El toreo tiene al mismo tiempo algo de clásico y algo de contemporáneo. La mayoría de las artes cultas han abandonado hace tiempo la creación de belleza, valor estético que se juzga desfasado. Desde este punto de vista, el toreo es un arte extremadamente clásico. La mayoría de las artes cultas han abandonado la representación, para transformarse en artes de la actuación única y de la presentación directa (ver el happening, el body-art, el ready-made, la instalación, la intervención, etc). Desde este punto de vista, el toreo es un arte completamente contemporáneo: presentación bruta del cuerpo, de la herida, de la muerte.

El toreo tiene al mismo tiempo algo de las artes cultas y de las artes populares. Da a los profanos las más inmediatas emociones y a los cultos las más refinadas conmociones, que corresponden a las artes más “estéticamente correctas”. Y da a todos, a la par que la tensión permanente debida al riesgo de muerte, el alivio transfigurado debido a la belleza.

[43] Lo trágico
Y a todas las artes, el toreo les añade la dimensión que ninguna otra arte podrá nunca dar: la dimensión de la realidad. Todo está representado, como en el teatro, y sin embargo, todo es verdad, como en la vida. Puesto que el juego es a vida y a muerte. Orson Welles dijo: “¡el torero es un actor al que le suceden cosas de verdad!”. La corrida de toros es un drama trágico al que le toca presentar sin ambajes la herida y la muerte. Y decir y afirmar esta verdad: sí, es innegable, morimos.

¿Es esta verdad la que rechaza nuestra época, la cual sólo ama la naturaleza aséptica, y sólo acepta la realidad a condición de que esté desinfectada, y que afirma amar la juventud siempre que sea eterna?

[44] La fiesta, comunidad espiritual
Sin embargo, las corridas de toros son, y quizás por encima de todo, una fiesta. Los festejos taurinos siempre han ido de la mano de períodos de ruptura con la vida cotidiana, es decir de los momentos de conmemoración en los que una comunidad se encuentra y se recrea. Nuestra época, más que cualquier otra, tiene necesidad de fiestas, porque nuestra modernidad es cada vez más individualista, circunscrita al hogar, a lo privado y a lo íntimo. Mientras que la fiesta es la calle, lo de afuera, lo público. Quizás es por eso por lo que las corridas de toros dominicales han ido siendo paulatinamente reemplazadas por las ferias. No hay corrida de toros sin fiesta, pero para los pueblos taurinos no hay fiesta posible sin toros. Porque, ¿hay alguna imagen más bella de la comunidad que el mismo ruedo, redondo, circular, donde todo el mundo ve todo, donde todo es visto desde todos los lados y donde, sobre todo, toda la comunidad se ve a sí misma, comulgando de un mismo espectáculo, de una misma ceremonia, y siguiendo un mismo ritmo de olés, con el sentimiento de vivir juntos un acontecimiento único?

Este es el poder de la fiesta de los toros, bien conocido por los alcaldes de las ciudades taurinas, atentos a la vida de su comunidad. Saben que no se hace la misma fiesta en las bodegas de Mont-de-Marsan que en el “Real de la feria” de Sevilla, que no se canta igual en las Fallas de Valencia como se corre en Pamplona, que no se baila igual en Nîmes que en Granada, que sin toros durante el día no se haría, por la noche, fiesta con el mismo ánimo. Porque lo que hemos vivido durante el día, todos juntos, es el triunfo de la vida sobre la muerte.

LOS PELIGROS DEL ANIMALISMO
Hemos intentado responder a los detractores de la fiesta de los toros. Hemos intentado decir también, en pocas palabras, lo que son las corridas de toros y los valores de los que son portadoras. En este momento, hay que intentar esbozar las razones que convierten en peligroso el movimiento antitaurino. En sí mismo sólo lo es para la fiesta de los toros; pero el movimiento más general del que es su manifestación y los valores que lo inspiran amenazan mucho más allá que a la fiesta de los toros.

Después de todo, puede usted pensar que si mañana, o en diez años, las corridas de toros se prohíben en los lugares donde hoy existen ¡asunto zanjado! Los aficionados se recuperarán y las pasiones humanas ya encontrarán otro propósito del que ocuparse. Quizá. Hoy la amenaza se cierne sobre la fiesta de los toros ¿qué es lo que amenazará mañana?

[45] Humanismo o animalismo
Ya hemos dicho que no hay que confundir al hombre y al animal (argumentos [5] y [23]) ni los principios del humanismo con los del animalismo (argumento [39]). Ahora bien, la ideología que se extiende y de la que el movimiento antitaurino es portador consiste en poner en el mismo plano animales y hombres: “¿No somos nosotros también animales? ¿No tenemos que tratar a los animales como tratamos a los hombres?”. La intención parece loable: porque ¿no es una manera de extender a los demás seres vivos la compasión, la simpatía, y por tanto, la moralidad que nos liga a los hombres? Mera apariencia. Porque, intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debemos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al nivel en el que tratamos a los animales. ¿Qué quedaría de los valores de justicia, equidad, generosidad y fraternidad? ¿Que sería de los valores de la convivencia, si reducimos la comunidad humana a esa otra, infinitamente más vaga y menos exigente, que nos liga a los animales, sea cual sea la afección que tengamos para con algunos o el respeto que debemos a todos?

[46] ¿Hasta dónde irá la “liberación animal”?
La modernidad ha conllevado una incontestable degradación de las condiciones de cría de algunos animales destinados al consumo humano (especialmente cerdos, terneras y pollos) considerándolos puras mercancías. La toma de conciencia de ese fenómeno ha acabado por conmover de manera perfectamente legítima a las poblaciones occidentales, las cuales – por otra parte- no tienen una idea clara del precio que tendrían que pagar por un eventual retorno a una cría más extensiva o más respetuosa con las condiciones de vida de las bestias.

A la misma vez, las mentalidades cambian: el crecimiento de la urbanización ha hecho perder a los habitantes de las sociedades industriales cualquier contacto con la naturaleza salvaje. Las personas han olvidado la ancestral lucha contra las especies dañinas (pensemos en los lobos que diezmaban rebaños o las ratas transmisoras de la peste) e ignoran la que continúan librando otros hombres en otros lugares (las langostas que destrozan las cosechas africanas, o incluso los perros asilvestrados que infestan multitud de ciudades del tercer mundo). El animal ha dejado de ser, en el imaginario occidental contemporáneo, lo que era en el imaginario clásico: de bestia terrorífica o animal de labor a víctima o mascota. De ahí la elaboración del mito por la civilización industrial: el de una “naturaleza” pacificada (paraíso perdido donde los animales son libres) y el del Hombre, con mayúscula, representando el Mal, verdugo del Animal con mayúscula, víctima inocente. Esto permite poner a todos los animales en el mismo saco: el gato y el ratón, el lobo y la oveja, el perro y la pulga, el toro de lidia y el animal de compañía. Este fantasma alimenta los ideales de la “liberación animal”.

Se comprende entonces por qué la ideología animalista elige como blanco la fiesta de los toros. No es porque sea más “cruel” objetivamente que todas las formas de explotación animal (se sabe perfectamente que no), ni porque contraríe más la naturaleza de los animales que las demás formas conocidas de domesticación (hemos visto que no), sino porque contradice la imagen aséptica y edulcorada que se tiene actualmente del mundo animal (¿una bestia que combate y puede matar? ¡Inimaginable!) y que parece ser la imagen de la relación del Hombre con su Víctima. ¡Y puesto que habría que “liberar” a todas las víctimas, es por lo que se debe comenzar por esos pobres toros de lidia! Tocamos de nuevo con lo irracional.

Y mañana, ¿cuál será la nueva imagen de víctima animal que ya no podrán soportar? ¿Habría que “liberar” todos los animales que el hombre ha domesticado desde hace 11.000 años tal y como lo reclaman ya hoy los teóricos radicales del animalismo en Estados Unidos? ¿Habrá que soltar los cerrojos para liberar a los conejos, y que se apañen Australia y su ecosistema que estuvieron a punto de perecer bajo el peso de su invasión? ¿Habrá que liberar a los visones, como recientemente se ha hecho en Dordogne, sin preocuparse de la catástrofe ecológica que provocaron? ¿Habrá que liberar a las ovejas del hombre y liberar también a los lobos sin preocuparnos de las ovejas, y liberar también a los osos sin preocuparnos de los agricultores de los Pirineos y sus rebaños (y que ellos también puedan liberarse de los osos, si les apetece)? ¿Hasta dónde nos llevará esta locura “liberacionista”? Hasta el punto de que, tomando conciencia de que la mayor parte de las variedades, razas y especies animales (como el toro de lidia) sólo deben su supervivencia a la relación con el hombre, y que, una vez “liberadas”, no podrían volver al estado salvaje sin ser inmediatamente condenadas a muerte, habríamos de tomar, como única medida “liberatoria” eficaz, la castración y esterilización de todos los animales domésticos de la tierra que nos aseguraría que jamás habrá animales sometidos a los hombres. Es esto lo que preconiza el pensador americano Gary Francione, que se atreve a llevar la lógica de la “liberación animal” hasta este punto. ¿Es absurdo? Es, cuanto menos, insensato. Sin embargo es absolutamente coherente. De hecho es el único tipo de medida que se deduce racionalmente del principio mismo de la “liberación animal”, eslogan tan ingenuo como irresponsable.

[47] Peligros de una moral prohibicionista
Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente placer será
descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña? Eso ya está. ¿Y entonces? La producción de foiegras ya está prohibida en varios países. El Parlamento californiano votó incluso en el 2004 una ley prohibiendo su comercialización. ¿Y mañana? ¿Habría primero que “desaconsejar vivamente” el consumo de carne y de pescado (por razones supuestamente morales, se entiende) para después autorizar su consumo solo bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y pasado mañana, ¿“desaconsejar” la leche, el cuero, la lana… porque suponen explotación animal? ¿Y por qué no la miel? ¿O la seda producida gracias a la invención por parte de los chinos de una mariposa, el Bombyx mori? ¿Hasta dónde irá la obsesión de nuestro “Bien” y la locura prohibicionista?

[48] Animalismo e imperialismo cultural
Se escuchan voces de algunos políticos de Cataluña, lugar hasta hace poco taurinamente brillante, declararse hoy antitaurinos en nombre de la resistencia de la catalanidad frente al centralismo español. También sabemos que, simétricamente, algunos aficionados de la Cataluña francesa se reafirman como radicalmente taurinos en nombre de esa misma resistencia de la catalanidad ante el centralismo francés. (En Céret se toca “Els Segadors” himno nacional catalán, antes de la salida del primer toro). También sabemos que todo nacionalismo debe reinventar permanentemente su pasado y construirse un enemigo todopoderoso frente al cual debe presentar su propia “nación” como víctima. En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo, y que sería casi cómico si la corrida de toros no fuera mañana la víctima, es que esta resistencia al supuesto imperialismo más cercano (el español) se hace en nombre de los valores, los principios y las normas del imperialismo cultural más potente (ver argumento [33]), el imperialismo cultural anglosajón y sus principios animalistas, que tienen fuentes históricas, ideológicas e incluso religiosas propias, y que están en las antípodas de las tradiciones culturales, ideológicas y religiosas de los pueblos mediterráneos.

El sentido de la fiesta en la calle, la ritualización de la muerte, y la estilización enfática de lo trágico, elementos constitutivos de la fiesta de los toros, están en el fundamento de todas las culturas mediterráneas. Y estas costumbres están muy alejadas de las tradiciones de los países anglosajones y de las culturas de tradición protestante de las que se alimenta hoy toda la moral animalista. Pretendiendo zafarse de la dominación de un hermano ¿no caen algunos movimientos antitaurinos bajo la influencia de un primo mucho más lejano?

[49] ¿Y la historia?
Muchos adversarios de la tauromaquia (e incluso algunos aficionados) están persuadidos de que, como la fiesta de los toros es “arcaica” (argumento [29]), tiende inevitablemente a desaparecer, condenada por la historia. (Pero si los antitaurinos están tan persuadidos que desaparecerá por sí misma ¿por qué se empeñan en prohibirla?). Sin embargo, la historia nunca está escrita y siempre reserva sorpresas. En el pasado, las corridas de toros ya estuvieron varias veces prohibidas, y por razones morales mucho más potentes que las esgrimidas en la actualidad. Se trataba por ejemplo del respeto que todo creyente debe a su vida, o del cuidado que debe dedicar a su propia salud en lugar de a fútiles divertimentos, demasiado aduladores de la vanidad humana. Se censuraba también la perversidad de los espectáculos en general, la promiscuidad de los sexos en los tendidos de las plazas, y otras cosas mucho más enérgicamente reprobadas por la moral pública de la época que los supuestos maltratos a los animales de hoy en día. ¿Se sabe – por ejemplo — que las corridas de toros fueron prohibidas en 1804 en España por el rey Carlos IV, y que fueron restablecidas en 1808 por el “ocupante francés” Joseph Bonaparte? Desde hace dos siglos, la fiesta de los toros se ha adaptado a todos los cambios de regímenes, de ideologías, de costumbres y de sensibilidades. Tiene aún por delante un prometedor futuro, aunque no fuera nada más que por dos razones, extremadamente tranquilizadoras: primero, cuando está amenazada en una región, se fortalece en otra (en Francia por ejemplo, la afición es cada vez más numerosa y educada, ver argumento [29]); segundo, hoy es cada vez más atacada desde el exterior (y lo seguirá siendo por la fuerza de la globalización), pero se comporta muy bien en el interior, lo que hace que viva uno de los períodos más brillantes de su historia reciente.

Tomemos un ejemplo: en los años 70 se declaraba que el flamenco estaba moribundo, y debía ser tirado a las papeleras de la historia, al cajón del olvido de un folclore caduco, por su compromiso con el “fascismo”; condenado al desuso o a la aniquilación por la música pop, las diversas fusiones y todo lo que aún no se llamaba la “globalización”. Le pasaba lo mismo al fado, en Portugal, ya lo hemos explicado (argumento [30]). Entonces, llegó una nueva generación de cantaores, sinceros y capaces, que quisieron reencontrar las raíces puras de su arte y el flamenco conoció un fenómeno de revival y vivió una de las más bellas páginas de su historia.

Volvamos a la fiesta de los toros. Se declaró en los años 60 que las corridas de toros no sobrevivirían a la victoria sobre la miseria y que habría que ser un muerto de hambre para tirarse entre los pitones de un toro. Las predicciones históricas eran falsas. Las generaciones de toreros de las tres décadas siguientes fueron en general de una buena condición socio-económica y cultural y estaban animados sólo por la pasión taurina. Ésta no muere fácilmente. Hoy, que vivimos en sociedades cada vez más obsesionadas con la seguridad, se ven más que nunca toreros que practican un arte audaz y arriesgado. ¡Otra vez más llevando la contraria a la supuesta lógica de la historia!

De igual manera, al final de los 70, se creía la feria de Bilbao moribunda, bajo los golpes de un nacionalismo que (y se decía que era ineluctable) iba a dar la espalda a la “tradición taurina”, juzgada envejecida y reaccionaria. Esta feria está hoy por hoy más viva, y vasca, que nunca.

Entonces, si hubiera que hacer alguna predicción, ¿no podríamos pensar que lo que es transitorio, pasajero y más efímero que la moda del sushi, es la ola “animalista”, que seguramente no ha llegado aún a su apogeo, pero que quizá está destinada a desaparecer tan rápidamente como ha aparecido, cuando otros valores, perfectamente humanos, tomen la delantera? Tenemos algunos signos en ese sentido, por ejemplo, el cansancio de las poblaciones ante algunas campañas prohibicionistas o higienistas, o la reivindicación cada vez más reafirmada a favor de la diversidad cultural.

Un último ejemplo de los curiosos giros de la historia. En mitad del siglo XIX fueron las sociedades protectoras de animales las que lanzaron grandes campañas a favor de la hipofagia. Estimaban que, reconduciendo la mirada de los cocheros y otros usuarios de caballos de tiro hacia el interés económico que podrían obtener de sus viejos jamelgos usados, se verían obligados a tratarlos mejor para sacar partido de la venta de su carne. ¡Hoy esas mismas sociedades luchan por la prohibición de la hipofagia porque sería indigno para un animal ser comido porque (o cuando) ya no trabaja! (Es de temer que la especie caballar no salga de ésta).

¿Sería demasiado esperar, para el toro bravo, un giro parecido por parte de los movimientos animalistas? Entregados hoy a prohibir las corridas de toros en nombre del bienestar animal ¿no podríamos esperar que una mejor comprehensión hacia el interés animal y en particular hacia el de los toros de lidia les haga luchar a favor del desarrollo de la tauromaquia, para preservar la supervivencia de esa “raza” y el bienestar de los individuos que se benefician de esas condiciones de cría? Siempre podemos soñar…

[50] Libertad
¿Habrán convencido los argumentos aquí expuestos a algunas mentes dubitativas y libres de prejuicios? Podemos esperarlo. ¿Habrán hecho cambiar de opinión a aquéllos a los que la sola idea de la corrida de toros les asquea y les rebela? Lo dudamos. Como señala Pedro Cordoba al final de su ya citado libro La Corrida, ningún argumento podrá jamás convencer a aquéllos que imaginan la corrida de toros como la tortura de una bestia inocente. Ni el hecho de que el calvario del toro sea menos terrible de lo que piensan (argumentos [4], [8] o [18]); ni que en su lucha plasma su naturaleza (argumentos [7] o [17]); ni que, al querer evitar la muerte de unos cuantos individuos, se condena en realidad a toda la especie (argumento [22]); ni la comparación entre la abyecta y corta vida de las terneras criadas en baterías y la de los toros criados en plena libertad (argumento [23]); ni cualquier otro argumento será eficaz ante la reacción inmediata, espontánea, irracional del que se indigna y grita: “¡No, no, lo rechazo!”. Ante esta reacción pasional lo único que cabe oponer es la frase con que la que comenzamos: sólo hay un argumento contra las corridas de toros y no es un argumento, es el imperio de algunas sensibilidades. A esta cerrazón, los aficionados responden, muchas veces vehementemente, con su propia pasión. ¿Hay que quedarse aquí, en este diálogo imposible?

Nos podríamos quedar en esta oposición de pasiones, si ellas mismas se quedaran aquí también. Pero es que una de ellas reivindica para sí misma más que la otra. Reclama limitaciones, prohibiciones, interdicciones; en definitiva una pasión quiere impedir que la otra se satisfaga. Refugiándose la pasión, claro está, tras las “razones”: el derecho de los animales, el respeto de la vida, el escándalo del espectáculo de la muerte, etc. Y es ahí donde el rol del político exige conservar la razón y pensar: si un día la fiesta de los toros muere por sí misma, será porque ya no desata ninguna pasión. Hasta ese momento, lo prudente es dejar a los unos y a los otros su pasión y hacer prevalecer el principio de libertad.

CONCLUSIÓN: ¿QUIÉNES SON LOS BÁRBAROS?
Supongamos que de un plumazo se suprime la fiesta de los toros. No hablaremos de los efectos económicos y sociales inmediatos. Quedémonos con el menoscabo moral. ¿Qué perdemos? En primer lugar una relación con la animalidad. ¿Qué imagen del animal quedará, para alimentar el imaginario del hombre y la realidad de sus relaciones con su Otro que es el animal, fuera de los caniches enanos del salón? Todas las bestias de labor han sido progresivamente reemplazadas por artilugios, y todas las bestias productoras de carne son progresivamente reemplazadas por “máquinas de fabricar carne” que no nos atrevemos a llamar animales. ¿Es esto la naturaleza? ¿Qué rito pagano vamos a conservar en una sociedad que abandona progresivamente todas sus ceremonias? ¿Queremos realmente no tener más elección que el utilitarismo o el fanatismo religioso? ¿Qué unión de artes populares y artes cultas vamos a conservar, cuando — progresivamente — éstas hayan deshecho todos los lazos con aquéllas? ¿Dónde podremos mirar la muerte de frente, transformada por nuestras actuales sociedades en una vergüenza? Para los que la aman y la comprenden, la fiesta de los toros es una forma de resistencia a todo lo que nuestra pos-modernidad nos hace perder cada día más.

Sin embargo, hay que admitir que, para muchos, sólo es barbarie. A lo que sería fácil de responder con el siguiente paralelismo.

En Occidente, nos escandalizamos cuando los talibanes destruyeron las famosas estatuas gigantes de Buda, esculpidas en acantilados en el centro de Afganistán y datadas entre el siglo IV y VI de nuestra era. A fin de cuentas, a sus ojos no destruían “obras de arte”, solamente ídolos de piedra; y lo hacían por respeto hacia su Dios, el “Único verdadero” que ellos consideraban superior a los seres humanos. Esto no disculpa ese bárbaro acto, por supuesto. ¿Pero, qué es lo que hay que pensar de esos antitaurinos que, en nombre del (supuesto) bienestar de los animales, a los que no consideran superiores a los seres humanos, pretenden dar muerte a una forma de arte y creación arraigada en la historia e inserta en nuestra modernidad, pero en la que ellos sólo ven arcaicas creencias y ritos? Entonces ¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que quieren perpetuar este arte o los que pretenden prohibirlo? El argumento es fácil y, sin duda, no es equitativo – sin embargo no más que el que reduce la fiesta de los toros a barbarie. Sólo podemos sacar una lección: siempre seremos bárbaros respecto de alguien. Por eso más vale quedarse con: tolerancia hacia las opiniones, respeto a las sensibilidades y libertad para hacer todo lo que no atente contra la dignidad de las personas."





     Esperamos que hayan disfrutado de esta interesante obra, tanto como nosotros disfrutamos dárselas a conocer.

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